
Jaguar, Jaguarcito. Todos le tienen miedo al Jaguar, porque creció en un barrio del puerto del Callao y sabe trompearse mejor que nadie. Si te atreves a meterte con él, seguro que te muele a cabezazos y te planta los pies en la cara las veces que quiera, sí, cuando se le antoje y por más que te defiendas, que subas las manos y te cubras con lo que quieras, porque el Jaguar aprendió a pelear en la calle, como los hombres de verdad, sin amilanarse ante ninguno, por más que los otros se hubieran peleado mil veces más que él, con navajas o con lo que les pareciera.
El Jaguar es un tipo especial. Es alto y rubio, y no le tiene miedo a nadie, ni siquiera a los oficiales del colegio militar. Es agilísimo, una flecha, por eso todos le llamamos el Jaguar. Dicen por ahí que aprendió a valerse con sus propias manos en la vida de verdad, metiéndose a robar en las casas de los ricos. Y dicen que se atreve a robarles los exámenes a los mismos profesores, para vendérselos a los demás alumnos, y que organizó a la banda para masacrar a los pobres idiotas que se atrevieron a intentar pegarle cuando era un cadete nuevo. Si hablas con él mejor que sea con cuidado, para no ponerlo de mal humor. Y con mucho respeto, Jaguar, Jaguarcito, porque a ti no te gana nadie.
Al Jaguar – describe Vargas Llosa el microcosmos peruano – todos le tienen miedo. Le tenemos miedo, aunque no sea nada ni llegue a ser nadie jamás aquí ni en ningún sitio, porque es el más bravo de todos. Porque eso es lo único que aquí cuenta.