El Jaguar


El libro de Vargas Llosa, en la película de Lombardi (1986)

Jaguar, Jaguarcito. Todos le tienen miedo al Jaguar, porque creció en un barrio del puerto del Callao y sabe trompearse mejor que nadie. Si te atreves a meterte con él, seguro que te muele a cabezazos y te planta los pies en la cara las veces que quiera, sí, cuando se le antoje y por más que te defiendas, que subas las manos y te cubras con lo que quieras, porque el Jaguar aprendió a pelear en la calle, como los hombres de verdad, sin amilanarse ante ninguno, por más que los otros se hubieran peleado mil veces más que él, con navajas o con lo que les pareciera.

El Jaguar es un tipo especial. Es alto y rubio, y no le tiene miedo a nadie, ni siquiera a los oficiales del colegio militar. Es agilísimo, una flecha, por eso todos le llamamos el Jaguar. Dicen por ahí que aprendió a valerse con sus propias manos en la vida de verdad, metiéndose a robar en las casas de los ricos. Y dicen que se atreve a robarles los exámenes a los mismos profesores, para vendérselos a los demás alumnos, y que organizó a la banda para masacrar a los pobres idiotas que se atrevieron a intentar pegarle cuando era un cadete nuevo. Si hablas con él mejor que sea con cuidado, para no ponerlo de mal humor. Y con mucho respeto, Jaguar, Jaguarcito, porque a ti no te gana nadie.

Al Jaguar – describe Vargas Llosa el microcosmos peruano – todos le tienen miedo. Le tenemos miedo, aunque no sea nada ni llegue a ser nadie jamás aquí ni en ningún sitio, porque es el más bravo de todos. Porque eso es lo único que aquí cuenta.

Mersault

A Mersault, el exceso de luz no le deja ver. Un resplandor distinto e inextricable. Y cuando la luz le deja finalmente ciego, a Mersault no le queda más remedio que dejarse arrastrar a la vorágine de la muerte.

Mersault conoce sólo una vida fútil en el París de la posguerra, a comienzo de los años cuarenta. No le inquieta el perro sarnoso de su vecino, ni el amor de la muchacha con la que sale durante un tiempo. Su madre ha muerto unos días atrás, pero eso tampoco importa mucho. Los días se suceden sin diferencia, uno tras otro. En medio de la monotonía, Mersault decide ir a la costa con algunos amigos. Cuando decide dar una vuelta a solas frente al mar, un grupo de árabes - cuenta Albert Camus - le es hostil. Mersault no sabe si ignorarlos o hacerles frente. De repente, le enceguece el resplandor. Una luz que no es de ahí, sino de otra época. El reflejo de la Ilustración, el siglo de la luz, y de los excesos de la razón en la que creyeron los hombres antes de la hecatombe. Mersault no lo sabe. Pero cuando el reverberar de la luz no le deja ver más, Mersault saca su arma y dispara.

Durante el juicio, un cura intenta acercarlo de nuevo a la religión, para combatir el exceso de luz. Mersault se niega. Sus acusadores le consideran un ser indolente, incapaz de sentir compasión o empatía. En realidad, su abogado sabe que no es así, o que él cumplirá únicamente con la condena que les corresponde a todos. Un juicio en el que todo y nada es verdad. Y a Mersault le es deparada, a solas, la pena de muerte.

Vito Corleone

The Godfather

Su voz desgastada no se destempla nunca, pero a Don Corleone le temen y le veneran todos. Sus propios matones y todos los italoamericanos de los barrios de inmigrantes en Nueva York, que lo buscan para suplicar su ayuda cuando las instituciones más robustas e inútiles de América los han entregado a la arbitrariedad de las calles. Vito Corleone es una persona ecuánime, pero su hablar pausado y fatídico revela de antemano que tiene todo el poder, la fuerza y la decisión necesarios para hacer que se cumpla su voluntad, allí donde a él se le antoja.

Más que en América - sugiere Francis Ford Coppola al comenzar esta historia -, Vito Corleone cree ante todo en la familia, y después en la mafia y los balazos que aseguren el buen augurio de aquélla. Solo él, un muchacho desharrapado que llegó en un barco huyendo de la mafia siciliana, tuvo que abrirse paso a cuchillazos desde abajo. Su familia no tendrá que pasar apuros, ni vejaciones. Don Corleone, el Padrino de la mafia italoamericana, estira su mano protectora sobre ellos.

Por eso Vito Corleone llora cuando Michael, su hijo más brillante y dócil, tiene que matar también para defender a su familia, al mismo Vito herido en la cama. Y se derrumba del todo cuando su primer hijo es acribillado a balazos porque otros gángster se han atrevido a desafiar al Padrino.

También Michael llorará después como un Padrino viejo y venerado, porque él tampoco pudo proteger a su hija de las balas. A los Corleone, los mafiosos más formidables de América, todo su poder no les sirve para proteger a su familia del sufrimiento.

Desmond y Molly Jones

Desmond tiene un carrito en el mercado y Molly es la cantante de una banda pequeña, de fin de semana y sótano. Cuando se enamora de ella, Desmond le dice: qué bello rostro, y Molly le sonríe, antes de tomarlo de la mano. Desmond correrá después a la joyería por un anillo dorado de veinte quilates, para el que ya no tendrá que emplear siquiera sus ahorros completos. Molly lo esperará en la puerta y cantará para él; cómo pasa la vida, Desmond, le dirá, y pronto podrán tener unos niños que jueguen todas las tardes en el patio. Son nuevos tiempos, y Desmond y Molly Jones se casan en la creciente alegría de los años sesenta, sin alarmas de bombas en las calles por fin reconstruidas del todo, ni señores de sombrero de copa en trajes acartonados.

¿Y qué más? En un par de años Desmond y Molly Jones han construido una casa, pequeña y dulce - cantan los Beatles -, y los niños van a ayudar a Desmond en el mercado, siempre cuando están cansados de jugar. Molly prefiere quedarse en casa, a maquillarse, pero por las noches aún canta con la banda en el sótano; cómo pasa la vida, Desmond, seguirá, y de vez en cuando jugarán a intercambiar papeles, ahora que los monarcas no cuentan y el té de los aristócratas es el negocio más aburrido del mundo. Molly trabaja un poquito con los niños en el mercado y Desmond se queda en casa a cuidar su rostro, tan bello como el de Molly.

Ha llegado la cultura de masas y Desmond y Molly Jones, los vecinos de al lado en un antiguo barrio obrero de Liverpool, están preparados para reinar.





From The White Album

La Maga


En realidad, todavía sigo buscando a la Maga. La Maga, de translúcida piel y greñas maravillosas, con la que me topaba siempre en algún puente de París. La Maga, de pie delante de una vitrina, embelesada viendo yo que sé qué. La Maga rondando por las calles luminosas de los atardeceres y de las noches parisinas, riéndose de la nada, ensimismada en lo más insignificante de lo insignificante - en la puta babia -, o hundiendo un paraguas viejo y roñoso en las costillas de los viajeros más repelentes de cualquier metro o cualquier autobús que uno toma a cualquier hora en cualquier parte de esta bendita ciudad. La Maga, cuidando al bebé Rocamadour, en una chambre minúscula y abuhardillada en una aún más minúscula y oscura ruelle parisienne, très chic a pesar de todo.

Pero no estoy seguro de que la Maga sea la misma de siempre, y - cuenta el grandullón de Julio, que la rastreó por París y por todo el Cono Sur - ahora se habrá perdido en una calle de Montevideo. O de Buenos Aires. Y andará haciendo quién sabe qué, dando brincos del infierno al cielo o del cielo al infierno sobre la rayuela, o mirando a un mono disecado en otra vitrina. Aunque, en realidad, no sé si esa Maga siga siendo la misma que soñé mañana. La Maga en París, o donde bien le parezca.

Quién sabe dónde estará la Maga.

Rodion Romanovich


Raskolnikov no es un asesino. Se viste con harapos, su habitación es un sarcófago espantoso en San Petersburgo y acaba de descerrajarle un hachazo en la cabeza a una anciana usurera, después de devastar la puerta de su casa; también a la hermana de la prestamista, la inocencia pura e inoportuna, la liquidó el hacha.

Pero, no, Raskolnikov no es un asesino. Estudia derecho en toda la pobreza rusa del siglo XIX y cree en Napoleón, o en el superhombre, o en el príncipe de Maquiavelo, aunque posiblemente no lo leyó nunca. Cree en el talento y la superiodad a pesar de la indigencia, y la purísima desconsideración como medio para llegar al final.

Pero Raskolnikov, Rodion Romanovich, tiene que pagar sus culpas. Por voluntad propia. En una prisión siberiana, aún mucho antes de que se pretendiese enterrar culpas colectivas - falsas y más falsas - en esas geografías. La de Raskolnikov es una expiación personal, y quizá resulte después un hombre nuevo, acaso sin esas otras connotaciones. Pero esa historia - dice Dostoyevski cuando acaba de trazar el mapa psicológico de Rodion Romanovich - se tendrá que contar en otro lugar.

Holly Golightly

Truman Capote

Holly Golightly no es una niña, pero aún le falta algo para ser mujer. Tiene la nariz respingada y los labios abultados, y el vértigo grabado en su figura delgada y excéntrica, y en la algarabía de colores de su pelo corto. No se detiene a pensar o reflexionar; sólo hace, actúa; y viaja. Le gusta matar las horas vacías en la joyería Tiffany’s de la Fifth Avenue en Nueva York – dice Truman Capote –, donde nada malo puede tener lugar.
Holly no se llama en realidad Holly, pero eso no importa tanto, porque no tiene de ninguna manera tiempo para detenerse a explicarlo todo. Sus vecinos se enamoran de ella, los viejos y hasta el más joven, aunque todos de manera platónica. El marido que tuvo en la otra vida la sigue llamando Lumanae y la quiere aún en el rellano de la escalera, cuando Holly le explica – no: le muestra – que no volverá a su casa de viudo viejo, con los zarzales y con sus niños adultos.
Aparenta alguna edad entre los 16 y los 30, y son en realidad casi los 19 que hacen sonrojarse aun a los meses que pasan. Frecuenta a los ricos más ricos y estúpidos de Nueva York, sin cohibirse ni sonrojarse. El tipo con el que se iba a casar la abandona, no sola, sino con su barriga, y le quiere, aun cuando la barriga vuelve a ser solo barriga y ella ya no será madre soltera; el jefe de la mafia la utiliza para enviar mensajes desde la cárcel, y le quiere, a pesar de los juicios, las comparecencias y la huida.
Entrañable y escurridiza, Holly viaja. En una estatuilla tallada en madera en algún lugar de África y examinada por sus vecinos en Nueva York sus labios parecen aún más gruesos, y las gentes de las tribus que visitan se preguntan qué hace una chica de entre 16 y 30 años viajando sola con dos hombres. Pero a Holly eso no le importa. No se detiene a pensarlo; sólo hace. Holly Golightly sigue viajando.